domingo, 14 de septiembre de 2008

ENTRE LA VÍSCERA Y EL ESPÍRITU

Víctor Coral, en el uso de la palabra
ENTRE LA VÍSCERA Y EL ESPÍRITU
Por Víctor Coral

Poesía es una antorcha/ Enciende palabras/ Ojos inmóviles/ La ansiosa mirada de la muerte
Está muy difundido el pensar la poesía como una suerte de refugio ante la vulgaridad extendida y celebrada de la sociedad moderna. Una suerte de reducto donde lo sutil, lo espiritual y lo genuino encuentran un lugar donde florecer libres de la lluvia nuclear de lo feo y lo innoble. La poesía ilumina pero, ¿qué deja ver? Las entrañas del poeta, sus miserias y miserabilidades, que son el reverso exacto de la monstruosidad del entorno sistémico. Pero la poesía también enciende a las palabras, las encamina, las potencia. Esa la labor esencial, su sino. Sin poesía no hay palabra posible, es más, sin poesía no hay comunicación, porque la comunicación de lo incomunicable es el único objetivo auténtico del poeta, y esa comunicación solo la poesía la puede asegurar, a veces.



Y claro, para ver las tenebrosidades de lo inefable hay que tener los ojos inmóviles, que no es lo mismo que tenerlos yertos o apagados. Ojos inmóviles para captar en el momento preciso el ramalazo de luz que anuncie nuestra redención, ojos abiertos y fijos para ampliar lo real, para desmenuzarlo hasta palpar, como en el fondo de un pantano, un objeto novísimo, inédito, la diosa ambarina que anuncie las bodas de la fijeza con lo trascendente (Lezama dixit), para registrarlo, para celebrarlo, para serlo.



Y la ansiosa mirada de la muerte...a estas alturas solo la poesía nos enfrenta, cuando quiere, a la muerte, a la experiencia más importante de la vida, y ello tiene que sonar contradictorio porque las grandes verdades parecen siempre contradictorias, porque la vida misma es una contradicción que debemos superar, ¿mediante qué? Mediante la muerte. Pero hablo aquí de una muerte plena, de una conquista, de la muerte propia rilkeana. La muerte que es producto de una sucesión intensa de muertes previas. Porque nada es fácil y hay que morir muchas veces para conquistar tu propia muerte: morir para la imagen fútil, para el vociferío torpe, para la ambición estéril; pero no para la palabra, para el saber, para la poesía, porque son esos los desequilibrados pasadizos que al paraíso, de una buena muerte, nos llevan, si a algún lugar van.



Y este cuerpo harto en la intemperie/ Granizada de precipitado beso/ Al otro lado del reino



Y claro, está lo del cuerpo, el ancla inevitable de todo desvarío, el lastre que sofrena nuestro ascenso, el medio que se opone a cualquier fin supremo. El cuerpo, el cuerpo, siempre recomenzado. El que nos empuja, en la juventud, a la experiencia por la experiencia misma, a la exploración de los límites y de los excesos, para después tarde o temprano, meternos el puñal de sus dolencias, de sus traiciones y cangrejos, la factura ominosa que no respeta al poeta ni a sus perros ni a sus cenizas, que lo quiere convertir en en un NN. Ese cuerpo exhausto, extenuado, que en un momento repudia la intemperie y pide vivir en el sosiego de una dignidad. Ese cuerpo animal que, domesticado siempre tarde, nos permitirá, si acaso, otear el otro lado del reino de la necesidad a que nos tiene confinado desde el nacimiento. Y ya con ese oteo es suficiente, pues no es oficio ni target de la poesía salvar al individuo o al mundo, sino decirle que hay algo más allá de este mundo suciamente manifestado, al otro lado del reino y que nos espera siempre y cuando hagamos algo por acercarnos a él. Hay poesía de este lado del reino y del otro. Yo quiero establecer el carácter axial, de axis mundi de la poesía de Soto: es un puente verbal entre las determinaciones de la víscera y las ambiciones del espíritu. Esa es su libertad y su singularidad. Ese, su brillo.



Texto leído el 4 de septiembre de 2008 en el CAFAE- José Maria Arguedas con motivo de la presentación de “Airado verbo” .

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